Juan, Herrero, Alcalde y Juez de Paz de Tébar
(Fotos cedidas por la familia Vallés)
Los parajes de la infancia son templos silenciosos, abandonados. En la fragua de Juan estaban los sentimientos primordiales.
La hermandad de la fragua congregaba a vecinos y familiares. Los que éramos habituales, pequeños y silenciosos visitantes asistíamos a esas reuniones con ánimo de aventura y mirábamos entusiasmados los afanes de Juan, el herrero de Tébar.
El repaso de los noticieros radiofónicos abría debates que solían acabar en jocosos comentarios que Juan acompañaba con el repique tenaz del martillo, doblegaba hierros al rojo vivo. Con unas tenazas giraba el hierro hasta dejarlo como una diminuta columna serpenteante y barroca que luego era la reja de una ventana. Con una inmersión del hierro encendido en un cubo de agua. El objeto chirriaba. Al sacarlo era ya arte.
A veces las historias llevaban una enseñanza escondida, algún recuerdo cariñoso a algún ausente, algo muy humano que fructificaba y que incandescía como el hierro al rojo. En la fragua de Juan el afecto deslumbraba, una flor rara y trascendental que el artista y alquimista exhibía a todos. Una metáfora sencilla del amor y el trabajo.
A veces, el cielo amenazaba tormenta y la charla eran recuerdos de otras tormentas que a los tertulianos les habían contado otros más antiguos, indescifrables y legendarios.
A veces el viento arremolinaba pequeños torbellinos en el cerro de la Médica. A veces. Hasta que la hora de la comida deshacía la reunión.
Mirabas entonces el inmenso espacio del campo. Y te decías que sí, que todo lo que se deseaba podía conseguirse.
Entonces era la infancia. En esa infancia estaba Juan. Hay personas que están desde siempre y permanecen siempre.
Los parajes de la infancia son templos silenciosos, abandonados. En la fragua de Juan estaban los sentimientos primordiales.
La hermandad de la fragua congregaba a vecinos y familiares. Los que éramos habituales, pequeños y silenciosos visitantes asistíamos a esas reuniones con ánimo de aventura y mirábamos entusiasmados los afanes de Juan, el herrero de Tébar.
El repaso de los noticieros radiofónicos abría debates que solían acabar en jocosos comentarios que Juan acompañaba con el repique tenaz del martillo, doblegaba hierros al rojo vivo. Con unas tenazas giraba el hierro hasta dejarlo como una diminuta columna serpenteante y barroca que luego era la reja de una ventana. Con una inmersión del hierro encendido en un cubo de agua. El objeto chirriaba. Al sacarlo era ya arte.
A veces las historias llevaban una enseñanza escondida, algún recuerdo cariñoso a algún ausente, algo muy humano que fructificaba y que incandescía como el hierro al rojo. En la fragua de Juan el afecto deslumbraba, una flor rara y trascendental que el artista y alquimista exhibía a todos. Una metáfora sencilla del amor y el trabajo.
A veces, el cielo amenazaba tormenta y la charla eran recuerdos de otras tormentas que a los tertulianos les habían contado otros más antiguos, indescifrables y legendarios.
A veces el viento arremolinaba pequeños torbellinos en el cerro de la Médica. A veces. Hasta que la hora de la comida deshacía la reunión.
Mirabas entonces el inmenso espacio del campo. Y te decías que sí, que todo lo que se deseaba podía conseguirse.
Entonces era la infancia. En esa infancia estaba Juan. Hay personas que están desde siempre y permanecen siempre.